Como
muchas otras personas, utilizo lentes de contacto, en mi caso desde muy joven.
Hace veintisiete años que las llevo y puedo recordar cómo en aquel tiempo mis
primeras lentillas duraron casi diez años; es necesario puntualizar que fueron sólo diez años porque fui negligente en
su mantenimiento y limpieza; personas por mí conocidas habían llevado las
mismas lentillas durante más de veinte años sin problemas. En resumen, hace treinta
años se fabricaban sin problemas lentillas que podían durar tanto que uno sólo
tenía que cambiarlas una o a lo sumo dos veces en la vida, siendo lo
suficientemente cuidadoso.
Hoy
en día, como sabe quien las utiliza, no existen estas lentillas, nadie las
fabrica. Lo más que se puede conseguir son lentes de contacto que duran sólo un año. En realidad se
puede prolongar la vida útil un poco, pero pasados pocos meses empiezan a
resultar incómodas y no es bueno llevarlas, por mucho que las cuidemos y limpiemos.
Aun teniendo esta duración -ridícula para quien sepa lo que duraban antes- el
vendedor insistirá para que uno adquiera lentillas que duren aún menos,
inventándose todo tipo de pretextos y peregrinas razones, inexistentes y
absurdas.
Este
acortamiento de la vida de las lentillas lo he observado durante los años pues
he tenido oportunidad directa de hacerlo. No existe absolutamente la menor
razón válida, médica, práctica para ello, ni existían problemas para el ojo con
las lentillas que se fabricaban hace treinta años. Es más, mis primeras lentillas fueron las que mejor
han tolerado mis ojos y las que más tiempo podía llevar puestas, seguramente
bastante mejores en todos los aspectos que cualquier cosa que hoy en día pueda
encontrar.
Si no las fabrican no es naturalmente porque la tecnología haya ido para atrás, es simplemente que a los fabricantes no les da la gana hacerlo y nos imponen productos mediocres, de calidad inferior, para obligarnos a comprar en veinte años, en vez de un solo par de lentillas, veinte o cuarenta pares. Deliberadamente se fabrica un producto inferior y perecedero para producir más y obligarnos a consumir, cuando la tecnología en realidad sería capaz de darnos un producto superior y presumiblemente mejor que el disponible hace treinta años.
Me
he extendido sobre este ejemplo porque es algo que he podido tocar con la mano
por así decir, he podido tener una experiencia directa. Esta situación
constituye una demostración –en este caso particular- de que la manera de
funcionar de nuestra economía, la filosofía del crecimiento y del consumismo,
las leyes del mercado que son el evangelio de los liberales no siempre trabajan
a favor de la sociedad, no utilizan eficientemente los recursos y no favorecen ni
la calidad ni el interés de las personas.
Quizá todo esto sea banal y muchos lectores piensen que he descubierto el agua caliente, pues son perfectamente conscientes de ello y hasta es un lugar común, pero hay quen niega el hecho de la obsolescencia programada de los productos, quien piensa realmente que las leyes del mercado y la economía son inifinitamente sabias, que dejarlas trabajar solas y sin interferencias es lo mejor para todos. Sin embargo este ejemplo nos muestra cuán falsa es esta doctrina.
Evidentemente
el discurso no se limita a las lentes de contacto, sino que ésta es la situación
en todos y cada uno de los ámbitos de los productos de consumo, los que
utilizan las personas normales en su vida. Sería posible tener
electrodomésticos, teléfonos, ordenadores, coches, de todo, que durasen
muchísimo más, en vez de estar obligados a cambiar constantemente para mantener y aumentar la producción.
Y obligados es la palabra correcta porque
no tenemos elección. La oferta de productos no explora las varias posibilidades
para ofrecernos al final lo mejor, que la libre competición económica debería
seleccionar y favorecer. Esto al menos es lo que piensan los liberales duros, los que creen a pies juntillas en
la mano invisible del mercado que
resuelve todo, una doctrina en cuyo nombre se impiden al Estado intervenciones
en la economía que podrían compensar las carencias del mercado. Que de libre no
tiene nada porque –volviendo a las lentillas- si existiera una empresa nueva
que produjese lentillas duraderas, tendría un éxito inmediato y coparía el
mercado, obligando a las demás a hacer lo mismo o a ir a la quiebra. Si esto no
sucede es porque existen acuerdos entre los productores que lo impiden, porque
a través de las patentes y acciones de lobby
impiden cualquier iniciativa en este sentido. Y aquí hay que preguntarse si
es legítimo que unas tecnologías desarrolladas y socialmente beneficiosas sean
bloqueadas a perpetuidad por intereses particulares, que se ponen de acuerdo
para producir basura e impedir que esta tecnología sea utilizada en beneficio
de la sociedad.
Esta
es la libertad real –inexistente- del consumidor,
ese fetiche venerado en la actualidad que no es más que el hombre reducido,
en palabras de Massimo Fini -uno de mis autores preferidos por cierto- a tubo digestivo y taza del water del
sistema productivo, condicionado y dominado por una mentalidad consumista
cuidadosamente fomentada, que como la misma palabra dice impulsa a consumir más
y más de forma compulsiva, para que la economía produzca más; un absurdo tan
completo que sólo una propaganda y un condicionamiento mental permanente nos
impide ver como la locura que en realidad es.
No tenemos libertad para elegir. Si alguien quiere cambiar de coche, teléfono móvil, frigorífico, televisión, cada seis meses me parece estupendo, pero yo quiero tener la libertad de elegir productos que me duren lo más posible si así lo deseo, y no creo ser el único. La “libertad” de elegir entre veinte bazofias iguales con marcas diferentes no es la que quiero. Yo quiero la otra, la real, que el mercado no me ofrece.
Y
esto –creo- es suficiente para hacer justicia de un cierto integralismo liberal
que en realidad lo que defiende son intereses privados contra el bien general. Por
supuesto la iniciativa privada y la libertad económica son necesarias, el
trágico fracaso del comunismo y su desastrosa historia económica hacen esto evidente,
pero no lo es menos que la mano invisible
del mercado no llega a todas partes.
No es fácil saber, hablando en general, cuántas tecnologías beneficiosas actualmente están “aparcadas” o bloqueadas por intereses privados, o por los mecanismos de la economía que siguen su propia lógica, indiferentes al interés general. Hasta qué punto se podrían resolver o mitigar problemas actuales y no se hace por este motivo.
Seguramente
para empezar se podría producir mucho menos, aligerando la agresión al medio
ambiente y la contaminación. Naturalmente la cantidad de trabajo necesario
sería muy inferior, y si a esta consideración añadimos que una grandísima parte
de los trabajos actuales sobre todo en los servicios son totalmente superfluos
-y no digamos en ciertos sectores públicos- aquí tocamos con mano el núcleo del
problema, que es la insuficiencia del actual sistema económico, sus carencias,
para utilizar en beneficio de la sociedad las posibilidades de la técnica
moderna.
Una
tecnología que mecaniza gran parte del trabajo, aumenta nuestra capacidad de
producir en calidad y cantidad, sería una liberación si la economía estuviera
al servicio de las personas, pues convierte buena parte del trabajo en
superfluo y por tanto eliminable. Pero como son las personas las que están al
servicio de la economía, la tecnología en
vez de hacer superfluo el trabajo hace superfluas a las personas, creando
una situación demencial en la cual los superfluos
pierden su trabajo y quienes se quedan deben trabajar más, porque el recurso -como se llama a las personas en
las empresas- es un coste y por tanto al recurso hay
que exprimirlo como un limón.
Precisamente
este tema es de actualidad porque es de estos días la noticia de que se está
proponiendo aumentar la jornada laboral para salir de la crisis e incluso se
leen artículos sobre la posibilidad de trabajar seis días a la semana.
Simplificando
y -para concretar ideas- considerando la jornada de seis días, la teoría es que
el coste del trabajo se reduce en un sexto con lo cual la empresa puede emplear
este margen adicional para ser más competitiva, crecer y producir más,
contratar y dar trabajo. Esta es la teoría. La realidad, en cambio, es que donde antes hacían falta seis ahora
bastan cinco y un sexto de sus trabajadores se irá a la calle, aumentando
además paro y crisis con lo cual las empresas en general dificilmente van a crecer sino todo lo contrario.
Pero eso sí, los sueldos ahorrados representan un jugoso margen adicional que
se reparten accionistas y bancos –en general las empresas están siempre
endeudadas-; en resumen, si le quitamos la careta a este tipo de propuestas vemos
que consisten en mandar más gente al paro y hacer trabajar más a menos personas,
pagándoles cada vez menos. Es sólo una variante, ya ni siquiera disfrazada, de
lo que un tiempo se llamaba capitalismo
salvaje.
Estos
temas de vez en cuando la “izquierda” política los saca, lo cual es un mérito -y
una de las pocas diferencias con la “derecha” política- pero en la práctica se
ha revelado incapaz de afrontar la cuestión. Prisionera de su ideología, de sus
obsesiones igualitarias, su defensa a ultranza del gorroneo social y del
estado-sanguijuela mantenedor de parásitos, de su mismo culto a la mediocridad,
todo ello impide cualquier paso real en
la dirección correcta.
En
cambio, históricamente son los sistemas que han sabido combinar la iniciativa
privada con la acción estatal, orientada siempre hacia el interés nacional y
comunitario, libres de fanatismos igualitarios, los que han sido capaces de afrontar
estas cuestiones.
Concluyendo
ya digamos que, como propuesta concreta y para empezar, puesto que el mercado es incapaz de fabricar
lentillas decentes, el Estado debería forzarle la mano produciéndolas
directamente, aunque fuera en cantidad limitada, imponiendo contra cualquier
dogma económico y contra cualquier interés privado que esta tecnología ya
disponible sea utilizada en beneficio de todos. El mercado seguiría detrás una
vez abierta una brecha en el muro. Y así en todos los campos en que fuese
necesario. Naturalmente este tipo de ataque a los dogmas del liberalismo presupone un gobierno que tenga la soberanía y fuerza suficientes, presupone una clase dirigente patriota que no esté vendida.
La
economía y la tecnología deben estar al servicio de la sociedad y no al contrario.
Trabajar para que este principio sea aplicado es –sería- precisamente el
trabajo de políticos dignos de tal nombre, y es precisamente lo que no hace ni
hará nunca la actual clase política.
3 comentarios:
muy bueno
El capitalismo se sustenta en el consumo masivo y sostenido, para ello necesita producir productos de inferior calidad pero sin bajar el precio, todo ello envuelto en el marketing y la publicidad, auténtica dictocracia de la sociedad occidental.
La regla número uno del capitalismo-liberalismoes la d eproducir más con menos, ahorrar costes en loq eu sea y como sea e intentar sacar un precio mayor ampliando márgenes de beneficio.
Esta situación hasta que llegó la globalización generaba productos que aunque eran en ocasione scaros, tambien tenían calidad, ahora no, ahora venden a precios similares con calidades basura por los dos motivos que antes he citado, consumo incesante y sostenido-al no durar las cosas y ser de baja calidad- y aumentar volumen de beneficio por margen y ventas.
Estos principios llevados al extremo nos están conduciendo de nuevo al siglo XIX.
(Hay pardillos que se creen que las cosas de marca son mucho mejores en calidad y eso justifica su precio, nada más alejado de la realidad.
Mucha ropa de marca, pro ejemplo, si que tiene una poca más de calidad , pero el margen de beneficio es aún mayor ya que se fabrica casi toda en China, Vietnam e Indonesia a precios ridículos que el plus de calidad no justifica ni de broma el sobreprecio, penssemos que un jersey de Burberrys es fabricado en Asia por unos 5 euros como mucho y aquí se vende a 60, para la marca el margen nunca es inferior al 55% del precio de venta)
El ejemplo de la ropa es bien claro,especialmente la ropa deportiva, la cual ya sabemos los precios de las marcas, desde que se fabrican en el este asiático los costes laborales obviamente son mucho más bajos, pero los precios se mantienen como antes o han subido, con lo cual los beneficios aumentan de forma escandalosa, a cambio claro está de explotar y pagar una mano de obra totalmente esclava, un verdadero abuso tanto en las codiciones de trabajo como en el precio de venta, algo que debería estar totalmente prohibido. Pero ya sabemos el capitalismo es así y así lo quiere la oligarquía mundial que nos gobierna junto a sus políticos títeres.
Referente a la calidad d elos productos, pues otro ejemplo de la tiranía económica que impera en la actualidad, conseguir mayores beneficios a cambio de empeorar la calidad del producto, una verdadera estafa, porque si un producto que se fabricaba hace 20 años era de una calidad óptima y ahora se fabrica con una calidad muy inferior y encima lo venden a un precio más elevado que me expliquen a mí como se llama esto.
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