A
veces nos encontramos con noticias que parecen inocentadas pero por desgracia
son verdaderas. Sucede a veces con la Comisión Europea, cuyas directivas son a veces
inquietantes, a menudo represivas y -como en esta ocasión- demenciales.
También
se prohíben silbatos para niños, ciertos juegos magnéticos, e incluso caen bajo
la furia reguladora de la burocracia europea los…¡matasuegras! que son
considerados peligrosos para menores de 14 años.
Realmente
hay que preguntarse para qué existen estas instituciones europeas y si no
tienen nada mejor que hacer que llenar nuestra vida de normas y prohibiciones,
porque esto es lo que hacen y cada vez más.
No
por ser grotescas estas noticias dejan de ser siniestras, porque revelan una
creciente obsesión por reglamentar todo, por codificar y normalizar cada
aspecto de nuestra vida, de los juegos, de la diversión.
De
niño me solía divertir con mis amigos tirando petardos que compraba en la
tienda del barrio. Hoy en día ya no se puede porque no venden petardos en las
tiendecitas de barrio y menos a niños de nueve o diez años. Seguro que hasta
está prohibido. Ahora salen con que los niños no pueden tampoco inflar globos
sin supervisión ni molestar con matasuegras. No pueden tampoco –por ejemplo- jugar
tranquilamente con unos patines sin un conjunto de protecciones que los hace
parecer personajes de manga.
Gran
problema social que quita el sueño a nuestros euroburócratas, la matanza de
niños que cada año caen víctimas de los globos inflados y de los matasuegras.
Parece
como si hubiera tomado el control una peculiar raza de aguafiestas, que debe
experimentar una oscura y sombría satisfacción cuando limita o elimina todo lo
que sea alegría y espontaneidad, que se empeña en racionalizar nuestra vida y
nuestra felicidad.
Se
debe extirpar cualquier fuente de riesgo, hasta la más remota. Los niños no
pueden hacerse un rasguño ni jugar con la tierra ni pelearse, pero eso sí, no
pasa nada cuando absorben horas y horas de basura televisiva, publicidad y
juegos electrónicos que los deforman física y mentalmente. Eso sí que es seguro,
la felicidad electrónica compulsiva que nefastos expertos ensalzarán, inventándose razones para convencerse y
convencernos de que se crece mejor así. Un punto de vista además bastante cómodo
para padres que tienen mejores cosas que hacer que estar detrás de ellos.
Nótese
el goce siniestro que rezuman las palabras del portavoz europeo, la
satisfacción mezquina apenas velada por haber quitado a los niños esta
diversión:
"Podrías decir que los niños han inflado globos durante
generaciones, pero ya no lo harán más y gracias a esto estarán
más seguros"
Satisfecho
porque han quitado una pequeña libertad más y han acolchado un poco mejor las
paredes de una sofocante prisión de terciopelo, en la cual pretenden encerrar a
los niños y en definitiva impedirles crecer protegiéndolos de cualquier
peligro, real o imaginado.
Sólo
cabe esperar –naturalmente- que estas estupidísimas normas queden en papel
mojado. Pero algún daño harán y algo queda siempre. No van a poner un policía
detrás de cada niño para ver si infla sus globos sin supervisión. ¿O sí? La
tecnología existe, sus posibilidades de vigilarmos a todos y crear un entorno
donde se nos controla y protege por nuestro bien ya está a la vuelta de la
esquina. Hay que ser muy necio para no darse cuenta de las implicaciones
inquietantes de estas actitudes, que van más allá de la educación de los niños.
Esta
proliferación de normas y leyes que se entrometen en cada resquicio es un
índice de la estupidez del legislador y la pérdida de aquella sabiduría según
la cual debe haber el menor número de normas posible y éstas se deben hacer
cumplir. Normas que deben estar inspiradas por el sentido común y el sentido
práctico, algo que brilla por su ausencia en esta manía por convertirnos en una
colonia de insectos.
Hay
varias razones accesorias en esta tendencia del legislador y la sociedad, que
no debemos tomar como lo principal. Por ejemplo los intereses económicos. Muchas
leyes tienen detrás la acción de alguna lobby
y favorecen a alguien; a menudo el único motivo real para una nueva norma
está en un párrafo escondido, donde está la chicha,
la ventaja para alguien. Aunque en este caso concreto desde luego no veo
dónde puede estar la chicha.
Otro
motivo a considerar es que organizaciones burocráticas que viven de sacar
normas y leyes, de codificar y reglamentar, deben hacerlo para justificarse a
sí mismas, no sólo, sino que deben hacerlo cada vez más y con más empeño. No se
detendrán a considerar si lo que hacen es necesario o útil, seguirán en su
trabajo con el único objetivo de mantenerse y crecer.
Son seguramente
causas que tienen su peso, pero en definitiva lo que de verdad hay detrás, la
pulsión que da momento a estas políticas, es el empeño por regular todo y por
crear un entorno hiperprotegido. Por el momento centrándonos en la infancia y
la educación, podemos ver cómo esto casa muy bien con la pedagogía moderna. Los
daños, las deformaciones caracteriales y mentales que ésta genera se suman así
a los producidos por crecer en la prisión de terciopelo de que antes hablaba.
En
efecto, uno de los principios de la pedagogía moderna es la desconfianza –o más
bien el rechazo frontal- hacia el principio de autoridad, el castigo y la
corrección. Todo ello es visto con malos ojos y los padres modernos, víctimas
de estas ideas, simplemente no corrigen a sus hijos ni ejercitan autoridad, no
les dicen nunca no ni les limitan, en
nombre de un risible principio de libertad y autonomía absoluta. Llegados a
este punto, puesto que los niños deben hacer siempre lo que quieren para no ser
traumatizados por una autoridad
represora, deben vivir en un entorno hiperprotegido en el que no pueda pasarles
absolutamente nada, ni siquiera un rasguño. Los padres no les pondrán límites
ni les dirán que no pueden hacer algo, pero no pasa nada porque cualquier cosa
que puedan hacer estará totalmente libre de riesgo.
Significa por tanto eliminar el sentido de la responsabilidad
personal y la formación del carácter, para sustituirlos por una burbuja de
cristal, donde el niño no crece nunca de verdad. Podemos hablar de una
prolongación, una extensión del útero materno, con nefastas consecuencias para
la formación de la persona y su capacidad de afrontar la vida. No es por
casualidad que las madres sean en general, como cualquiera puede observar, más
propensas a caer en este error de proteger demasiado a los hijos. Quizás sea
parte inevitable del instinto materno pero es algo que debe ser corregido por
el padre, una de cuyas tareas es precisamente ésta.
Naturalmente todo hay que tomarlo con sentido común. Ningún
padre razonable hará correr a sus hijos riesgos innecesarios o excesivos, al
contrario debe protegerlo de ellos mientras está aprendiendo y es aún
inconsciente o incapaz de afrontarlos. Pero esto no tiene nada que ver con la
absurda obsesión de evitar cualquier peligro por mínimo que sea, que en
definitiva es hacer vivir al niño en la cálida seguridad del equivalente
psíquico del líquido amniótico. El feto necesita el ambiente protegido del
líquido amniótico para desarrollarse y poder un día venir al mundo, pero el
traumático episodio del nacimiento pone fin a ello. Como cada una de las
rupturas en la vida que nos hacen crecer: el fin de la infancia, el paso a la
edad adulta. Llega el momento en que hay que atravesar estas puertas.
No es casualidad que la pedagogía moderna tenga también la idea
fija de eliminar los traumas: se
pretende suprimir todo lo que simboliza o sugiere el significado de una
iniciación a una etapa sucesiva, una ruptura cualitativa y un paso de un nivel
a otro, porque puede ser doloroso. Se quiere hacer todo suave, blando, sin
solución de continuidad para evitarnos el inevitable sufrimiento de crecer y
cambiar.
En definitiva esta actitud y este punto de vista, en el
fondo, tienen el significado de una negación de la vida. Y esto vale también
para la sociedad en general. La sociedad perfecta que nos propone la moral de
las prohibiciones y de la seguridad total, la sociedad útero del bienestar y la
hiperprotección del ego en la cual los niños y los adultos no crecen nunca, es
un decir no a la vida y a todo lo que
es noble y superior.
Esta forma de concebir la infancia y la educación encaja
como un guante con un cierto modelo de sociedad, lógicamente porque la educación
es la preparación para la vida de adulto. Una exaltación de la libertad
absoluta que se resuelve en el culto del capricho individualista, pues se trata
de una libertad cuidadosamente domesticada. En efecto se acompaña a un rechazo
visceral de normas y disciplina interior que puedan dar una forma a la persona,
un significado y una dirección a la libertad. Una libertad en definitiva a la
que se ha privado de todo su significado, porque lo único que se nos permite es
jugar en una celda de paredes acolchadas.
Vemos entonces cómo se pretende construir una sociedad en
la que no haya más que diferencias de grado entre la infancia, la juventud y el
mundo adulto. La idea de fondo es implantar lo que podemos llamar el arquetipo del paraíso donde no hay lucha
ni peligros, la búsqueda de una sociedad perfecta donde la vida sea fácil y
jamás tengamos que enfrentarnos a nosotros mismos. Y para hacer esto se nos
tiene que proteger de nosostros mismos y de los aspectos terribles y oscuros de
la realidad, empezando cuanto antes posible, desde la primera niñez. Basta
comparar los hermosos cuentos tradicionales, a menudo terribles pero cargados
de significados y sugestiones, de luz y de sombra, con los cuentos ridículos,
insípidos y vacíos que hoy en día se fabrican siguiendo las instrucciones de
los expertos.
Todo ello revela el auténtico carácter de las ideologías
que pretenden construirnos un paraíso y protegernos de nosotros mismos. Bajo una
fachada de bellas intenciones se esconde una naturaleza profundamente opresiva,
y el punto de llegada es una tiranía a la postre insoportable para el ser
humano. Para volver al tema de la infancia, Collodi en su Pinocho supo expresarlo en un lenguaje sencillo cuando los niños
del País de los Juguetes, el paraíso terrestre en el que se juega siempre, no
hay obligaciones ni escuela, se convierten en burros y terminan tirando del
carro como esclavos.
Y me atrevo a afirmar que cualquier aspiración a un paraíso
en la Tierra,
un estado definitivo y perfecto de la Humanidad, asume antes o después en el mundo
real, más allá de las bellas palabras, su verdadero y monstruoso rostro: un
País de los Juguetes en el cual las personas son primero transformadas en
burros y luego en esclavos.