El delirio liberticida y
censorio contra Donald Trump ha alcanzado el paroxismo en estos últimos días.
Como sabemos, desde siempre los grandes medios le han censurado y tergiversado,
no solo y no tanto a él personalmente, sino a toda la corriente de opinión que
hay detrás de él o es de alguna manera afín, a esa mitad del pueblo americano
que representa. Hasta el punto de que el todavía presidente ha siempre comunicado
a través de redes sociales, para no estar totalmente vendido ante la
tendenciosidad de los medios y los periodistas, a los que ha siempre
despreciado y atacado con muchísima razón.
Ahora, después de los
últimos acontecimientos y ante lo que queda por venir, le han censurado también
en esas redes sociales y siguen haciendo todo lo posible, casi frenéticamente, para
cortarle cualquier capacidad de comunicación con el público. Hasta tal punto ha
llegado el afán de control que, después del bloqueo en las grandes redes y ante
el temor de que otra red más pequeña pero libre llamada Parler diese voz
a los censurados, una coalición infame de gigantes de internet (Amazon,
Apple, Google) ha unido fuerzas para expulsar a Parler de internet acusándola
de ser de extrema derecha; es decir de ser un espacio libre, donde se
puede expresar oposición a la basura políticamente correcta y al pensamiento
único que los verdaderos poderes nos quieren imponer sí o sí.
¿Tiene razón Trump con lo
del fraude? Se le ha acusado, bastante torticeramente, de hacer una llamada a
la insurrección e intentar un golpe de estado; acusación que, sin duda, sus
enemigos políticos van a utilizar para intentar expulsarle definitivamente de
la política. Pero esto es algo que no aceptará, así por las buenas, esa mitad
de América a la que representa.
No podemos afirmar con
certeza que haya habido un golpe de estado, un fraude en gran escala que ha
robado el resultado de las elecciones americanas. Pero la mitad de la población
estadounidense parece pensarlo así y hay muy legítimos motivos para sospechar.
Sin pasar lista ahora a las numerosas irregularidades y denuncias, propiciadas por
el muy chapucero sistema electoral que tienen, cualquiera con dos dedos de
frente puede percibir el olor a podrido. La prueba fehaciente de que, por lo
menos, se jugaba sucio, la dieron las cadenas de televisión cuando,
prácticamente al unísono, cortaron al presidente mientras denunciaba que había
habido fraude y declaraban falso lo que estaba diciendo.
Ahora bien ¿Quién es un
periodista para negar de manera tan categórica, inmediata, estas acusaciones
que deben ser examinadas no por periodistas sino por jueces? Y no sólo esto, sino
decidiendo además que quien lo denunciaba no tenía derecho a hablar y debía ser
silenciado al momento.
Si esto no ha sido un
golpe de estado se le parece muchísimo. Pero es que el golpe de estado, o el
intento de ello, ya tuvo inicio meses atrás con la infame campaña de violencia
urbana del black lives matter y con la ola que trajo consigo de corrección
política intolerante, fanática, persecutoria.
Probablemente Donald
Trump no es un gran estadista, pero junto a sus límites tiene méritos
indiscutibles. Ha dado voz a una creciente masa de población asqueada de la
dictadura ideológica progresista y en particular de ese racismo antiblanco
llamado antirracismo. Ha trabajado para favorecer los intereses de su
nación por delante de la agenda de las oligarquías mundialistas. Es el primer
presidente en muchos años que no ha iniciado ninguna guerra ni ha agredido a
otro país. Exceptuando claro está el asesinato terrorista del general iraní
Soleimani, ejecutado para complacer a Israel que (supongo) quería castigarle, por
haber combatido demasiado bien a los terroristas del Estado Islámico en Siria.
Pero un presidente americano que no pague un peaje al estado israelita es actualmente
una imposibilidad geopolítica.
Podemos pensar muchas
cosas de Trump, pero algo o mucho de bueno ha de tener, si ha conseguido atraer
sobre sí el odio feroz de gentuza de tal calidad y cantidad: los medios, los
repugnantes inquisidores de la corrección política, las nulidades que pasan por
élites culturales, la oligarquía oculta que hay detrás de tantas cosas y maneja
los hilos.
No sé si conseguirán
culparle del conato de insurrección blanca que hemos visto hace unos días, pero
una cosa es cierta: si de verdad ha habido un fraude masivo hasta el punto de
robar las elecciones, la insurrección armada no es sólo un derecho moral sino
un deber cívico, aun a costa de la guerra civil. Es totalmente legítimo usar la
violencia y romper la legalidad cuando una mitad del país quiere suprimir a la
otra mitad; cuando esa legalidad es usada por una oligarquía que controla los
medios y el discurso apoyándose en un cártel paramafioso de grandes
corporaciones, para tapar la boca y hacer invisible a esa otra mitad.
Ahora bien, éste es un
juego de todo o nada y de momento no lo veo, ni en Estados Unidos ni en otras
partes. En un futuro, sin embargo, sí se puede llegar a esto. Lo anuncian la
polarización política creciente, el despertar de grandes masas de población que
ya no se tragan el discurso de régimen, el desprecio creciente hacia sus
pueblos de las oligarquías obedientes a la secta mundialista, en América y
Europa.
Esas élites están jugando
con fuego y probablemente lo saben, porque se nota que están nerviosas. Están viendo
que demasiada gente se les empieza a escapar; traicionan su inquietud y muestran
su juego con demasiada claridad, más de lo que sería para ellos prudente. Hablan
claro la censura abierta y sin pudor ninguno, no sólo en medios sino en redes
sociales, el intento de acabar con otra red social porque allí la gente se
expresa libremente y no pueden controlarla.
Empieza a ser difícil
conciliar todo esto con los valores supuestamente democráticos y liberales que
dicen defender. A estas élites, a sus medios domesticados y a sus corporaciones,
ya se les ve no sólo el plumero sino el entero culo al aire.
Pero precisamente esto es
lo que no se pueden permitir porque, para que el sistema funcione, la gente
tiene que creerse la palabrería sobre la libertad; tiene que ser invisible el
control de una oligarquía sobre lo que se puede y no decir. Este es el aceite
que necesita la máquina para funcionar, pero el sistema está empezando a perder
aceite por todas partes.
MAX ROMANO