Muchos de los lectores habrán visto alguna de esas desagradables y truculentas películas de zombis en las que muertos vivientes atacan a los vivos para devorarlos. El éxito de este afortunado filón comienza con la película La noche de los muertos vivientes de George A. Romero en 1968 y desde entonces la temática zombi ha gozado siempre del favor del público. Especialmente en los últimos años como bien sabemos: proliferan novelas, relatos, deleznables series de televisión.
No diré que el zombi y su mundo
simbólico sean una expresión cultural porque sería un abuso de la
palabra, pero sí podemos decir con pleno derecho que pertenecen al imaginario
colectivo y no se trata de una moda cualquiera, ni tampoco de una variedad más
del gusto por el horror y la casquería, como entretenimiento propio de una
humanidad embrutecida. Sin duda hay algo de esto, pero la persistencia de esta
temática a través de las décadas testimonia algo más: una atracción oscura, la
percepción de algo que nos atañe íntimamente y más cerca de lo que nos gustaría
admitir.
Y es que el zombi es tan popular
hoy en día porque sentimos de alguna manera una llamada subterránea a la que respondemos
con la excusa del entretenimiento, que nos permite horrorizarnos y al mismo
tiempo sentirnos atraídos por estas figuras, que se parecen un poco demasiado
al tipo humano que nuestra sociedad moderna está forjando. Una sociedad
mecánica, uniforme y sin vida auténtica, en la cual los humanos son cada vez
más primitivos, moldeados por un sistema que ha desterrado los valores de la
personalidad, del espíritu y la voluntad; en una palabra ha mutilado las
funciones superiores del ser humano, para alumbrar un monstruoso mundo de
no-vida donde nos movemos por reflejos condicionados y resortes elementales. Dicho
de otra manera, los zombis están de moda porque, oscuramente, el ciudadano
medio de la sociedad del bienestar se intuye y se ve a sí mismo en ellos.
Incluso en alguna de aquellas películas
se ve a los zombis merodear por un centro comercial paseando sin objeto
aparente, impulsados por un débil siguiendo a seguir las costumbres que tenían
en vida. Escenas inquietantes, por lo muy similares que son a lo que podemos
ver todos los fines de semana en centros comerciales y centros de ocio: gente
merodeando porque no sabe qué hacer con su tiempo, a menudo no sabe qué hacer
con sí misma y sobre todo con sus niños aburridos y malcriados, cuyo desarrollo
integral de la personalidad es gestionado por expertos.
La analogía se extiende también
a la persecución de los pocos supervivientes que son portadores de la verdadera
vida, siempre acosados por lo no-muertos para obligarles a ser como ellos. Y
aquí podría pensarse a una lectura más optimista que la anterior: quizá los que
los zombis sean tan populares porque el espectador se intuye a sí mismo acosado
en su humanidad por un sistema no-humano, mecánico y de muerte interior. Desde
luego esto es también posible y me atrevo a decir que ambas lecturas son
ciertas. Pero como se suele decir, “piensa
mal y acertarás”, y aunque muy posiblemente a un nivel consciente el
espectador en general se sienta identificado con los humanos perseguidos por
los zombis, a un nivel más profundo creo que las cosas están de la otra manera.
Una indicación de esto son las fiestas y las marchas zombi, en las que decenas
o cientos de personas se disfrazan de muertos vivientes.
Finalmente las historias de zombis
encierran, también, una alegoría política cuyo significado se hace más
transparente y terrorífico por momentos. Y precisamente a medida que avanza la
tiranía de la corrección política, sus doctrinas aberrantes, los contenidos del
pensamiento único y el modelo de vida (o mejor dicho antivida) decadente que se
nos quiere imponer.
Pasaremos revista muy
rápidamente a todo ello. El odio contra la propia cultura y tradición, el
patológico sentimiento de culpabilidad histórica, la criminal ideología de las
fronteras abiertas, la apología de la invasión del propio territorio y la
negación de la identidad. El odio contra el Padre, la campaña contra la familia
y la natalidad europea, la apología de la confusión y las desviaciones
sexuales, la infame ideología de género que nos imponen en silencio y la
corrupción de menores desde la escuela. La propaganda venenosa contra la
masculinidad en el hombre y la feminidad en la mujer con el fomento de
medio-hombres y medio-mujeres. Por no hablar del dominio sofocante y tiránico de
esa lacra que es el feminismo.
Todo lo anterior, absolutamente
todo ello, nos habla de enfermedad y decadencia, una enfermedad degenerativa que
ataca nuestra civilización y nuestra cultura, amenazando su misma existencia,
su futuro y su continuidad histórica.
La alegoría política que encierran los zombis se apoya en una observación elemental: todos podemos ver, en efecto, cómo se pretende perseguir a
quienes se oponen a este complejo patológico de ideas destructivas; cómo se les
querría expulsar de la sociedad, se les llama impresentables, se afirma que no
tienen lugar en el mundo actual; cómo los portadores de la infección ferozmente
se afanan por eliminar a quienes rechazan la decadencia, la antivida y la
degeneración en nombre de la dignidad de valores superiores. En pocas
palabras, cómo los zombis de la corrección política y del pensamiento único
quieren devorar y aniquilar a los que quedan vivos, a todos aquellos que defienden la vida y la salud.
En un organismo sano las células
anormales, las amenazas a la supervivencia y al futuro, son combatidas y
eliminadas por los mecanismos de defensa y los anticuerpos. Pero en un cuerpo
devorado por el cáncer la enfermedad vence contra la salud, la muerte destruye
a la vida y los muertos persiguen a los vivos para acabar con ellos.
Sin embargo estas consideraciones quedarían algo muertas sin una nota final de optimismo: el cuerpo no está derrotado del todo mientras no abandone la lucha, el zombi no triunfa de verdad y de manera definitiva mientras todavía quede alguien vivo.
Max Romano
Max Romano