jueves, 23 de junio de 2011

LA MARCHA DE LAS PUTAS


En esta entrada vamos a comentar una serie de manifestaciones feministas que se han convocado un poco en todo el mundo, en las cuales la idea de base es exigir el derecho a vestirse como putas y no ser consideradas tales. Por tanto no se trata de una manifestación de auténticas meretrices, que por cierto tendría más dignidad y merecería más respeto que esta payasada feminista:


El asunto comenzó cuando, en un seminario en Canadá para la prevención de la violencia sexual, un policía aconsejó a las mujeres presentes, entre otras cosas, no vestirse como putas para no atraer atenciones indeseadas. A raíz de esto la habitual hiena feminista –figura que está en todas partes- puso el grito en el cielo y las organizaciones feministas tomaron como pretexto este episodio para montar una de sus vomitivas campañas. 


Dudo que el policía quisiera decir que vestirse como putas justificaba una agresión sexual. Parece más bien un simple y evidente consejo práctico. Evidente porque vestirse de manera provocativa es –banalmente- una provocación, y es siempre posible encontrarse delante un violento, un borracho o uno que no está esperando más que ser provocado. Independientemente de que el agresor luego sea castigado.

Ofenderse por esto es de una estupidez comparable a ofenderse porque alguien nos aconseja que no nos acerquemos a los cables de la alta tensión. La metáfora es bastante adecuada, además, porque el sexo es una fuerza extremadamente potente y cargada de tensión, que ho hay que tratar a la ligera. La reivindicación feminista es análoga a la de un hipotético y gilipollesco niño mimado que exige su derecho a acercarse a los cables de alta tensión sin sufrir una descarga eléctrica.

Pero no son hipotéticas, sino por desgracia muy reales, las insoportables niñatas mimadas, gilipollas y egocéntricas en que se han convertido tantas mujeres hoy en día. Siempre preparadas para saltar a la mínima y a las que no se les puede decir nada, ni siquiera un simple consejo práctico por su propio bien, porque siempre atenta contra alguno de sus presuntos derechos. Derechos que cada vez son más y más mientras los de los hombres cada vez son menos y menos.

¿Pero qué es lo que dicen reivindicar y qué es lo que realmente buscan? Intentemos separar lo que aparentan decir del verdadero sentido que tiene el tema. Como es habitual las auténticas intenciones están ocultas tras una capa de mentiras y victimismo, para engañar y manipular a los hombres. A la gran masa de hombres que siguen pensando que la mujer es un ser débil y una eterna víctima.

Dicen que quieren ser respetadas, se vistan como se vistan y se comporten como se comporten, que en ningún caso vestuario y comportamiento deben ser interpretados como una invitación. Ahora bien, en este discurso son evidentes la falsedad y mala fe típicas del feminismo, porque la manera de vestirse y de comportarse constituyen también un lenguaje y las mujeres mejor que nadie lo saben perfectamente.

El ridículo slogan que se escucha alguna vez “Esta minifalda no tiene nada que ver contigo, te guste o no” es en primer lugar mentiroso porque la minifalda se la ponen para que las miren como en general cualquier vestimenta provocativa. Deseo de provocación o simple narcisismo y deseo de exhibirse, decir que la manera de vestirse no tiene nada que ver con los hombres es una de esas tonterías que se supone debemos tragar sólo porque las feministas lo digan.

La verdad es muy sencilla: si una mujer se viste como una puta para mí es una puta. O mejor una zorra, que se diferencia de la prostituta en cuanto esta última es fundamentalmente una mujer honesta. Una mujer cuyo lenguaje es directo y sin engaño, con la cual las cosas están claras desde el principio, que no provoca para luego ofenderse si le haces una proposición. Merecen bastante más respeto que toda la pandilla de furcias deshonestas y calientapollas que provocan continuamente poniendo el cartel de se mira pero no se toca.

En realidad lo que hay detrás de estas reivindicaciones es una intensificación del proyecto feminista de dominio sobre el hombre, una de cuyas estrategias consiste en someterlo a una continua provocación erótica mientras al mismo tiempo se bloquea y criminaliza cualquier iniciativa por su parte.

A quien siga estos temas un poco no se le habrá escapado la creciente tendencia a perseguir la iniciativa masculina, con unas leyes y una jurisprudencia infames, que extienden cada vez más el concepto de molestias tomando como única referencia la subjetividad de la mujer. A menudo con la inversión de la carga probatoria (es decir que el acusado debe demostrar que es inocente). Si a esto añadimos la reivindicación del derecho a provocar sin límites vemos claramente como aquí se trata de crear en el varón un estado continuo de excitación sexual para que esté totalmente en manos de la fémina.

Como lo único que cuenta es su criterio –o capricho- ella en cualquier momento puede decidir si la natural respuesta del hombre a sus provocaciones constituye o no molestias e incluso violencia, pues estamos llegando al punto de que es violencia cualquier cosa que la mujer considere tal, en vez de una definición clara y neta de lo que es delito. Cada vez más el único criterio es la subjetividad de la mujer, sin que importe el hecho objetivo en sí. Es una situación de total arbitrio hembrista que convierte en terreno minado para el hombre cualquier aproximación al sexo femenino.

Es la castración mental que buscan las víboras feministas desde siempre. Y la voluntad de cerrar cualquier salida al varón se ve también en las obsesivas campañas moralistas para eliminar la prostitución, campañas cuyo verdadero sentido es justamente éste.

Excitar y provocar al hombre sin límites para luego acusarle de molestias si mueve un solo dedo, tenerle en puño con una justicia infame para la cual vale sólo lo que dice la mujer. Esta situación, de chantaje permanente y de total dominio del varón a través del sexo, es el objetivo real de todas estas campañas y su significado último.

Ahora bien, esta forma de dominio es posible sólo si el hombre lo permite. Es decir si éste es un mierda cuyas aspiraciones en la vida se reducen a correr detrás de las mujeres. Un hombre que se mantiene de pie debe ante todo mantener una correcta actitud masculina. Exigir juego limpio por parte de la mujer y adoptar la única respuesta posible a ciertas actitudes, que es la indiferencia y seguir por el propio camino.

Sobre este tema trataron los excelentes comentarios de varios lectores a la entrada del mes pasado Lugares comunes feministas y me remito a ello pues no hay mucho que añadir.

miércoles, 15 de junio de 2011

LOS CICLISTAS EN PELOTAS Y LAS FORMAS DEL PUDOR


Para esta entrada voy a tomar como punto de partida la marcha de ciclistas en pelotas que hemos tenido en Madrid el pasado fin de semana.




No es una novedad porque estas marchas “ciclonudistas” ya hace tiempo que se celebran en Madrid y otras partes. Aunque no acabo de entender el gusto de ir en cueros por la ciudad en bicicleta, imagino que hay gente para todo. El exhibicionismo seguramente tiene poco que ver, porque la mayor parte de los participantes daban un espectáculo francamente lamentable si no horroroso.

Pero sí que hay exhibicionismo aunque de otro tipo. Es exhibir una cierta mentalidad que presenta como una liberación la eliminación de cualquier pudor y es también exhibir el propio desprecio hacia el sentido del pudor de los demás. Algunos participantes se quejaban en la televisión de que los coches no respetan a los ciclistas, pero ellos mismos demuestran bastante poco respeto hacia quien no desea ver gente en pelotas por la calle.

El sentido del pudor es algo que prácticamente ha desaparecido. Al nivel más básico, corporal, es la ocultación en público de ciertas partes del cuerpo y de los actos sexuales. Los criterios del pudor son tan variados como las culturas humanas y las épocas históricas, pero creo que más allá de esta variedad hay un significado común.

En efecto, debemos observar que el pudor a este nivel es característica de la especie humana en oposición a los animales. Es decir que el considerar que ciertas partes del cuerpo en cuanto ligadas a la sexualidad y a la evacuación deben ser tratadas de forma particular, el considerar que la exhibición pública de actos sexuales es impúdica, es simplemente separar algo que es personal y privado de las miradas del resto del grupo, y un signo inequívoco de elevación humana sobre el nivel del animal. De consecuencia el significado profundo de la pérdida completa del pudor, el reivindicar esto como un derecho y una liberación, tiene el significado de una regresión hacia la animalidad.

Pero no es ésta la única forma del pudor. La contrapartida mental, interior, de cubrir la propia  intimidad, es la discreción a la hora de exhibir y comunicar los propios sentimientos. Esto también es pudor y también está desapareciendo. Hay siempre algo de profundamente chabacano y vulgar en esta actitud –o manía- de querer airear la propia vida íntima a los cuatro vientos. Falta completa del sentido de la distancia, de diferenciar lo privado y lo público.

Como en el caso del pudor en la exhibición del cuerpo y la sexualidad, no se trata de que haya que cubrir algo porque esté mal, sea feo o haya que avergonzarse de ello. De ninguna manera. Es simplemente cuestión de guardar una distancia y de establecer una separación entre lo que me pertenece a mí, a mis seres queridos, a mis compañeros, etc…es decir una diferenciación que es propia de un nivel de conciencia superior y auténticamente humano. Por tanto, también en este sentido la falta de pudor marca una regresión de la conciencia a un estadio amorfo y primitivo. A nivel animal si no al de las hortalizas.

Además creo que en general cuanto más se ostentan y se exhiben como en un espectáculo sentimientos y emociones, menos auténticos son. Es decir que cuanto más se muestran en público estas cosas más falsedad hay. El límite de esta exposición impúdica y fraudulenta de sentimientos amañados lo tenemos en la prensa del corazón y en los programas de telemierda y marujeo.

Existe aún una forma de pudor que es la discreción en la expresión de las propias opiniones. No en el sentido de hacerlo de manera polémica o moderada –que eso es otro tema- sino en el de no hablar con suficiencia de lo que no se conoce, sin haberse por lo menos planteado los problemas y haberles dedicado un mínimo esfuerzo o reflexión, para formarse una opinión y poder adoptar una posición. Si el pudor es cubrir las vergüenzas, en este contexto y por analogía significa también cubrir la propia ignorancia, inexperiencia o falta de criterio sobre un tema. Evidentemente nadie está perfectamente preparado en todo ni puede tener una posición meditada sobre cualquier cosa, pero impúdico es reivindicar las “vergüenzas” de la propia insuficiencia e imponerlas a todos.

Esto está muy ligado a una variedad del narcisismo tan extendido hoy en día. A toda costa se quiere importunar a los demás con una exposición pública, no de opiniones o ideas, sino de sí mismo porque se considera la propia persona del máximo interés para los demás en general y se desea exhibirla. Esto también es en cierto sentido falta de pudor.

Resumiendo, aparte de la anécdota de los ciclistas en bolas, si consideramos el significado profundo de la desaparición del pudor en sus varios aspectos, se revela como una regresión y una caída de nivel en la conciencia humana. Un pequeño fenómeno degenerativo más que se añade a todos los demás que estamos viviendo.

Saludos del Oso.

miércoles, 8 de junio de 2011

HIROO ONODA (II): Breve invitación a reflexionar



La historia de Hiroo Onoda que se comentó en la entrada anterior tiene un cierto valor simbólico y sugiere algunas reflexiones.

Existe una tendencia muy humana a ver la realidad de manera que el tipo de existencia que se lleva aparezca justificado y lleno de sentido. En particular nos negamos a ver los aspectos que podrían socavar o destruir las bases sobre las que fundamos nuestra vida. La historia de los treinta años de guerra del teniente Onoda nos da una representación muy dramática de esta idea. Pero de manera menos clara, menos aguda y evidente, en la vida de cada día, este interrogante nos acecha continuamente como un enemigo oculto.

¿Cuántas de nuestras ideas y convicciones tienen un valor intrínseco y cuántas son únicamente ilusiones a las cuales nos aferramos, porque forman la base de la vida que llevamos y le dan un sentido?

Esta es una pregunta de muy difícil respuesta pero que cada uno de nosotros debe considerar, si es que lo que hace ha de tener un significado. Particularmente si uno decide llevar a cabo una acción que vaya más allá del puro interés personal, en vez de limitarse a pasar el tiempo de la mejor manera posible.

Especialmente para quien se encuentra a disgusto con los valores predominantes en la sociedad moderna la siguiente cuestión es fundamental:

¿Vale la pena lo que hacemos, la dirección que hemos elegido dar a nuestro esfuerzo, los valores que defendemos, o estamos combatiendo emboscados en la jungla una guerra que ha terminado y que pertenece a un mundo que ya no existe?

A nivel personal está claro que uno puede aislarse del mundo y mantener una fidelidad ideal a un mundo superado. Individualmente esta solución es posible y éticamente no hay nada que objetar. Pero esta elección del tipo de  “Los últimos de Filipinas” no tiene proyección de futuro ni un sentido histórico o social. Tiene sí una dignidad y un valor de testimonio. Pero este testimonio se perderá en la corriente del tiempo a menos que sea recogido por una propuesta y un proyecto que tenga esta proyección de futuro.

Lo que quiero decir es que la lucha contra las ideas dominantes de un período histórico puede efectivamente ser en algunos casos como la lucha del teniente Onoda. Es decir continuar combatiendo por pura obstinación una guerra que ya ha terminado, si uno se empeña en volver al pasado, que es como aferrarse a los restos y los residuos del mundo que fue de sus padres o abuelos, a lo que queda de sus valores e ideas pensando que sea posible dar marcha atrás y retornar a la  situación precedente.

Pero no tiene por qué ser así necesariamente. Esa misma lucha puede tener un sentido cuando no se trata de reproducir el pasado o de defender valores superados, sino de afirmar valores que tienen validez permanente, porque están radicados en la realidad y en la naturaleza humana. Valores que son negados y pisoteados en un período de decadencia y degradación humana como el actual.

Por poner un ejemplo, rechazar el nivelamiento en la mediocridad que es el natural e inevitable desarrollo de la mentalidad igualitaria, no significa volver al mundo medieval, al feudalismo y a la monarquía de derecho divino, sino afirmar que la igualdad es radicalmente injusta, que las diferencias entre seres humanos son un valor y que debe existir una organización y una sana jerarquía social que las reconozca.

Aplicado a las relaciones entre hombres y mujeres, rechazar las necedades igualitarias no significa querer volver a instituciones y costumbres de un pasado más o menos reciente. Significa afirmar el derecho imprescriptible de hombres y mujeres a ser diferentes y rechazar qualquier estúpido discurso de igualdad, discurso criminal que condena a la infelicidad, a la alienación de sí mismos, a unos y otras.

Oponerse al feminismo, a su destrucción dela figura paterna y a su lavado de cerebro que convierte a los hombres en pobres gilipollas, no significa que debamos copiar todos los comportamientos de nuestros padres o abuelos. Significa ser fieles a valores afirmativos, activos, agonísticos y también de orden y estabilidad, que el varón lleva como parte de su misma naturaleza –como la mujer lleva otros- y por tanto no están ligados a un período histórico o a una sociedad determinada.

En resumen, de frente a la impostura progresista que pretende censurar cualquier oposición a sus ideas como reaccionaria, contra esta mentalidad que pretende imponer sus no-valores y su apología de la decadencia como las únicas ideas posibles y el resultado natural e inevitable de la evolución humana, se puede y se debe afirmar con fuerza que otro mundo es posible. Mundo que extiende su mirada a tiempos pasados, no para volver a lo que ya fue y copiarlo, sino para inspirarse, reinventar y defender principios que tienen una validez perenne. De manera adecuada a la realidad en que vivimos.

Sólo de esta manera nuestra lucha no será como la de Hiroo Onoda. No será la de un combatiente aislado que pelea por una guerra y un mundo que ya ha sido dejado atrás.

martes, 7 de junio de 2011

HIROO ONODA (I): El último soldado del Sol Levante

En esta entrada y la siguiente vamos a dejar por un momento lo cotidiano para dar un buen salto y recordar la notable historia de Hiroo Onoda.

Fue éste casi el último soldado japonés dela Segunda Guerra Mundial en rendirse. Cuando terminó la guerra en agosto del 1945 con la derrota de Japón frente a los Estados Unidos, un cierto número de soldados japoneses que habían quedado aislados en remotas islas tropicales no se rindieron y siguieron combatiendo durante meses o años. Incapaces de creer que la guerra había terminado y ateniéndose estrictamente a las órdenes que habían recibido ante la falta de comunicación con sus superiores y con la patria.

La mayoría se fueron entregando y volviendo a su país en los años inmediatamente sucesivos al 1945, pero Hiroo Onoda continuó durante años y años combatiendo su guerra en la pequeña isla filipina de Lubang, inicialmente con otros tres soldados. Con el tiempo fue perdiendo a sus compañeros y finalmente se rindió en 1974, veintinueve años después de la capitulación de Japón. No fue estrictamente el último soldado en rendirse pues Teruo Nakamura lo hizo siete meses después. Sin embargo este último no tuvo tanta resonancia ni dejó escrita su aventura.

Tras su vuelta a Japón Hiroo Onoda se convirtió en una celebridad y escribió un libro autobiográfico bastante entretenido: “No Surrender: My Thirty-Year War”. En este libro relata los particulares de su vida en la jungla, cómo se las arreglaba para sobrevivir y esconderse de los habitantes y de la policía filipina, que nunca consiguió capturarlo.

Nació en el 1922 y todavía vive. Fue un chaval sustancialmente sano y algo calavera (para la época y el país) durante el poco tiempo que tuvo para serlo antes de ser llamado a filas en el 1943. Asignado a una unidad que se ocupaba de guerra de guerrillas, misiones de inteligencia militar y sabotaje, recibió un adiestramiento especial en el que se hacía hincapié no tanto en la obediencia ciega y el sacrificio sino en la iniciativa y el criterio individuales. Además se le ordenó permanecer con vida y se le prohibió específicamente suicidarse o combatir de manera suicida.


Fue enviado en 1944 a la minúscula isla filipina de Lubang (20 km de longitud) frente a la bahía de Manila, cubierta de jungla tropical y con un puñado de habitantes dispersos en una decena de minúsculos poblados. Esta sería su casa durante los siguientes treinta años. Los americanos desembarcaron en la isla en 1945 y tras una breve lucha casi todos los soldados japoneses de guarnición fueron muertos o hechos prisioneros. Pero Onoda y otros tres compañeros bajo su mando se escondieron en la jungla para continuar su misión. Cuando la guerra terminó y les lanzaron octavillas para que se rindieran no lo creyeron, pensando que se trataba de maniobras del enemigo para engañarles.

Durante los siguientes años fue perdiendo a sus compañeros. En 1949 uno de ellos se rindió y volvió a Japón: En 1956 otro fue muerto en un tiroteo y en 1972 el último murió también en un conflicto con la policía filipina. Finalmente, en 1974 conoció a un extravagante turista japonés que acampaba en la isla y se hicieron amigos. El turista no consiguió convencerle completamente de que la guerra habia terminado y fue necesario que volviera a Lubang con el antiguo comandante de Onoda, que le leyó las últimas órdenes de su vida militar que le intimaban la rendición. Sólo entonces terminó la guerra para el soldado Onoda.


Hay que puntualizar, para evitar caer en explicaciones demasiado fáciles y superficiales de este notable caso humano, que Onoda no sufría ningún trastorno psicológico: los médicos que le visitaron tras su vuelta a Japón afirmaron que su salud física y mental era superior a la del ciudadano medio japonés de su edad, y tras su regreso ha llevado una vida tranquila y serena.

Estos hombres llevaron por decenios una vida aislada y por así decir silvestre que fue posible sólo debido a las circunstancias muy particulares en que se encontraron. Una vida de adaptación total a su ambiente y en la que hubieron de resolver con notable ingenio problemas de supervivencia y adaptación a un medio hostil, con la constante preocupación de no ser localizados y capturados.

Sin embargo no fue una vida animalesca ni salvaje. Conservaron en todo momento un fuerte sentido del deber y de la disciplina personal sin desmoronarse ni regredir hacia la animalidad. Seguramente en esto fue importante la conciencia de tener una misión que cumplir y la fidelidad absoluta a la imagen que tenían de sí mismos como soldados del imperio japonés. En la práctica no combatieron casi nada  pero su rígido sentido del deber les mantenía fieles a la tarea que se les había encomendado y que ya no tenía sentido porque pertenecía a un mundo que había concluido en 1945.

En resumen nunca fueron parte de la naturaleza como en un “Libro de la Selva” del siglo XX, sino seres humanos que mantenían su condición y la distancia respecto a ella, aunque llegaron a estar tan perfectamente adaptados como cualquier especie animal. Onoda por lo demás cuando volvió a la civilización tampoco tuvo particulares problemas y supo acomodarse a la vida en la sociedad. Una sociedad de la que deploraba muchos aspectos de su la evolución posterior a la derrota militar, pero esto no tiene nada que ver con un problema de adaptación tras la vida en la selva.

Tras su vuelta a Japón se convirtió casi a su pesar en una celebridad, y se fue a vivir durante un tiempo a Brasil, trabajando en una granja donde su hermano criaba animales, y contrajo matrimonio. Deplorando la decadencia y el olvido de los valores tradicionales en Japón, fundó una serie de campos educativos para jóvenes,  “Onoda Nature School”, demostrando que aún tenía fuerzas y deseo de trabajar para su país.

El libro que ha escrito es lúcido si bien a menudo casi desesperante –por lo menos para mí- en su ilustración de los mecanismos psicológicos, a veces increíbles, por los cuales Onoda y sus compañeros se obstinaban en negar las evidencias que a pesar de todo les llegaban del exterior y convencerse a sí mismos de que la guerra continuaba. Esta es una parte particularmente interesante del relato.

En el período inmediatamente sucesivo a la guerra quizá podía tener un sentido negarse a creer que ésta había terminado y considerar como engaños del enemigo los intentos que se hicieron para convencerles, con octavillas lanzadas desde aviones y mensajes dejados en la jungla, que leyeron pero sin darles crédito. Ciertamente es necesario un sentido del deber extremo y también ser bastante testarudo, pero es algo concebible en la óptica de un desapego total hacia la propia persona y una dedicación completa a la propia misión, algo que para un oriental no es difícil de comprender y que es simplemente lo que se exigía a todo soldado nipón.

Lo que desafía toda lógica, incluso desde el punto de vista de los orientales, es la obstinación con la cual Onoda y sus compañeros continuaron año tras año a vivir escondidos en la jungla, manteniendo viva en su mente una guerra que ya había terminado, durante un increíble período de treinta años. Durante ese tiempo se intentó capturarlos sin éxito, desde Japón se enviaron algunas expediciones para encontrarlos y convencerles de que la guerra había terminado. Alguna vez conocidos o familiares intentaron ponerse en contacto con ellos para que volviesen a casa pero no hubo manera…incluso una radio cayó en sus manos en un cierto momento y les permitió ocasionalmente escuchar noticias y programas varios.

Obstinadamente negaban la realidad y se convencían a sí mismos de la manera más retorcida de que todos los intentos que se hacían para convencerles de que la guerra había terminado eran o podían ser engaños del enemigo para que se entregaran y finalmente capturarlos.

Es posible que el mecanismo profundo que actuaba en ellos fuese un deseo de mantener el modo de vida que se habían construido y que no querían abandonar. Después de los primeros años, su vida estaba allí en la isla y no en otra parte, una vida clandestina a la cual se habían adaptado perfectamente y cuya razón de ser era solamente la guerra y la misión que debían cumplir.

Ellos de alguna manera no querían que la guerra terminase: hay que leer en detalle la manera en que interpretaban tendenciosamente todas las informaciones que les llegaban, cómo a menudo se agarraban a un clavo ardiendo con tal de no ver la realidad, para darse cuenta de que en realidad no querían verla, porque habría derribado los fundamentos y la razón de ser de lo que había sido su vida durante años y años, la habría hecho aparecer totalmente carente de sentido y significado.

Hasta aquí esta notable y curiosa historia. Considero que es interesante por sí misma pero además nos puede sugerir algunas reflexiones. Este será el tema de la entrada de mañana.