Después de la gansada de Halloween
llega otra moda deleznable y absurda importada de Estados Unidos, el Black Friday. La apoteosis del
consumismo porque sí, sin tener siquiera la excusa de una celebración religiosa
como la Navidad o la Pascua, que aunque degradadas y convertidas en pretextos
para adorar al becerro de oro, aún conservan la traza de su origen y permiten,
a quien lo desee, vivirlas de una manera auténtica.
Debemos de tener muy poca personalidad y debemos de haber
caído realmente bajo, si tenemos tal voluntad de infantilismo y superficialidad;
si somos capaces sólo de copiar lo peor y lo más estúpido de América, los
subproductos de una subcultura de ínfimo nivel, en vez de fijarnos en cosas
mejores que sin duda tienen y de las que podríamos aprender.
Hay algo de
profundamente obsceno, indecoroso, indecente,
en esas masas histéricas que se agolpan en centros comerciales, a menudo
haciendo cola mientras esperan ávidamente el momento mágico en que las puertas
se abren, para lanzarse como una horda de poseídos y endemoniados sobre las
estanterías.
Y es que casi literalmente están poseídos por un demonio, como
si les hubiera mordido un bicho venenoso.
Se entiende que lo anterior no es algo válido de manera
absoluta, al cien por cien: ciertamente algunas de las personas en este día tan
necio compran cosas que realmente necesitan, aprovechando alguna de las ofertas
que de verdad son ofertas. Pero todos sabemos que la mayoría de esa auténtica
marabunta, los esclavos felices del consumo, van a comprar lo que no necesitan,
mordidos por el bicho y poseídos por la fiebre.
Si a alguien le parecen ofensivas o despectivas algunas de
las expresiones que he utilizado, tenga en cuenta que el sistema de la
publicidad y del consumo es infinitamente más ofensivo y despectivo hacia sus
siervos, si bien de manera más sutil: cada vez que nos convence para que vayamos
a comprar algo que no necesitamos, nos está llamando imbéciles en nuestra propia
cara y sin que nos demos cuenta de ello; y también nos está despreciando en
silencio, con ese especialísimo desprecio impalpable y sonriente, tan a menudo
practicado por quien esconde su verdadero pensamiento porque quiere nuestro
dinero. O nuestro voto, que las cosas funcionan igual.
Y utilizo la primera persona porque tampoco quien escribe ha
sido siempre totalmente inmune a la picadura del bicho. La frontera entre la
necedad y la discreción pasa también dentro de uno mismo.
De manera que “nos” invito a considerar si realmente es necesario o útil lo que
pensamos comprar en el Black Friday o
lo que no pensamos comprar pero vamos a comprar igualmente. Si no lo es,
utilicemos ese pequeño instante de conciencia y entendimiento para desconectar
el resorte mental, para bajarnos del carro atestado de los esclavos felices del
consumo. Así evitaremos ser como el burro que sigue la zanahoria, como el toro
que entra al trapo y como los pájaros que vuelan deslumbrados hacia el espejo
que los hará caer en la trampa.
MAX ROMANO
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