En
la primera parte se comentaban los perversos efectos de una
cierta pedagogía hoy dominante. Pedagogía nefasta que está perfectamente
retratada en una cierta corriente de ideas, que podemos llamar extremismo
permisivista y está más difundida de lo que parece. La doctrina es que hay que
dejar a los niños hacer lo que les dé la real gana, no ponerles ningún límite y
mucho menos castigarles, porque ellos al final se autoregulan y llegan a comprender lo que es mejor para ellos de
manera autónoma. Ideas resumidas a la perfección en este artículo
Ciertamente esta doctrina es muy cómoda para un cierto tipo
de padres negligentes, que juegan tiernamente con los niños cuando son
pequeños, bonitos y parecen mascotas humanas, pero cuando crecen y la cosa se
vuelve complicada prefieren pasar de ellos abandonándolos a sí mismos.
Seguro que había aprendido a autorregularse perfectamente, por ejemplo, el angelito del que se habló en la primera parte, que en un
acceso de rabia atacó con un hacha a su madre cuando le apagó el wifi. Cabe por lo menos la sospecha de que
los padres partidarios de la autorregulación
en realidad están tan acojonados por los monstruitos que han criado que ya
no se atreven a decirles nada.
Imagino que también habrá que dejar que se inicien a la
droga porque se autorregulan solos; que
vayan con pandilleros, que las niñas de doce años vayan vestidas como putas y
se comporten realmente como tales. Que estén todo el día enganchados a los
juegos o a internet o a cualquier cosa. Al final, esta gente piensa, ellos
solos serán capaces de autorregularse.
Como si las drogas, la comida basura, la publicidad (especialmente
la dirigida a la infancia) no estuvieran diseñadas científicamente por siniestros
expertos, bien pagados para encontrar maneras de anular la voluntad y dominarla,
para impedir precisamente que las personas se autorregulen. Lo consiguen ciertamente con los adultos –de otra
manera no se gastarían sumas enormes en publicidad- así que podemos imaginar lo
que hacen con los niños.
Es cierto que hay casos excepcionales de personas que de
manera natural tienen suficiente voluntad y criterio, ya desde la infancia,
pero la mayoría no y necesitan ser protegidos de toda esta mierda, de los
peligros y las trampas, de la gentuza, necesitan ser guiados y adquirir
gradualmente la libertad.
Libertad que, contrariamente a una mentalidad superficial y
facilona, no es jamás un derecho sino una conquista, algo que se paga con la
moneda de la responsabilidad, con el crecimiento del carácter y la
personalidad, con el superamiento de la infancia y después de la adolescencia. Todo
esto es difícil, pero como todo se paga de una u otra manera, si no se paga ese
precio por la libertad, en nombre de una doctrina perversa que quiere evitar las
dificultades y las asperezas, se paga en cambio el precio de no tener jamás
libertad real y ser siempre manipulado por alguien.
Abandonar a los niños y los adolescentes a sí mismos es
traicionarles y fallarles en el momento más crítico en que nos necesitan.
Pero no es sólo que muchos padres no quieran educar a los
hijos, es que la justicia a menudo se opone a ellos y no les permite educar.
Leyes demenciales escritas por iluminados, aplicadas por jueces igualmente
iluminados, gente que no ha salido del prohibido
prohibir y de la rebelión adolescente, llegados al Parlamento y a la
Justicia hacen lo que pueden para impedir a los padres educar y quitarles su
autoridad.
Pero
es importante comprender que no es sólo desidia y negligencia, ni simple
estupidez por parte de legisladores y jueces. Que también es esto, pero en el
fondo se trata de la ideología que respiramos por todas partes y que rechaza
fanáticamente toda forma de autoridad. En particular la de los padres sobre los
hijos, y como consecuencia inevitable autoridad y autocontrol de las personas
sobre sí mismas, porque una cosa va con
la otra.
Una
ideología de la putrefacción que se inspira a un ideal decadente propio de una
pedagogía decadente, que odia la fortaleza del carácter y todo lo que tenga una
forma definida, y en cambio ama una figura humana deshecha y amorfa. Una
doctrina que representa una exaltación del individualismo y del capricho en una
edad en la cual esto puede llevar sólo al caos interior, a una personalidad
informe e incapaz de controlar los propios impulsos.
Las
ideas buenistas y progresistas están fallando clamorosamente. No sólo en el
sentido de que existen naturalezas violentas y hay que asumir que ciertas
personas no pueden estar en la sociedad. También en el sentido de que la
pedagogía moderna fracasa en la eliminación de una violencia que no se puede
eliminar y que en cambio hay que aprender a gestionar, no negándola sino
dominándola.
La cosa no termina aquí, sin embargo, y las perversas consecuencias de esta manera de ver las
cosas se ramifican. Puesto que los chavales nunca aprenden a controlarse y a
dominar su vitalidad, y de todos modos tienen que vivir en sociedad, hay que
reducir esta vitalidad al mínimo. Es necesario lobotomizarles para que no haya nada
que controlar, convertirlos en pequeños zombies
a base de aturdirlos con palabras, con indigestiones de buenismo y de
sermones, de consumismo y de entretenimiento. Y si no basta están siempre las
drogas psicotrópicas cuando se vuelven de verdad incontrolables, con buen
negocio de quien les vende los fármacos y les trata.
Pero
los impulsos vitales no se dejan domesticar así como así, no entran en los
raíles de un moralismo y racionalismo mediocres y castrantes. Tenemos dentro,
muy especialmente en ciertas edades, un deseo irreprimible de crecer y de
ponernos a prueba a nosotros mismos, de encontrar nuestros límites, dentro y
fuera de nosotros. Un impulso vital y diría instintivo que tiene la misión de
formarnos a traves de esos límites y precisamente en la lucha contra éstos.
Sólo así podremos saber quiénes somos realmente, crecer de manera que vayamos
forjando un carácter y una forma precisa.
Necesitamos
en definitiva medir nuestras fuerzas, y para esto es indispensable que algo
sólido se nos oponga, algo contra lo que empujar. En resumen necesitamos los
límites y la autoridad, aunque sea para entrar en conflicto con ellos, porque
exactamente esto es lo que nos permite crecer.
Jamás
esto será posible con el muro de goma buenista y mediocre de la pedagogía
moderna, enemiga de límites, traumas y autoridad pero que al mismo tiempo nos
quiere sin vitalidad, para que seamos un rebaño obediente y que no nos salgamos
del cercado que, de todas maneras, nos construye alrededor.
Cuando
no encontramos los límites y la autoridad que necesitamos para satisfacer esta
necesidad vital básica, si nos los niegan y en su lugar encontramos sólo el
muro de goma, los buscamos transgrediendo.
Si
papá no nos da un bofetón cuando le hablamos mal, entonces le damos una patada
en las espinillas o le mordemos para que nos lo dé. Permitirles todo a los
niños o a los chavales no les hace crecer mejor y más felices; muy al contrario
les hace buscar eso mismo que les estamos negando y lo piden, a su manera,
buscando esos límites en la transgresión. Quieren llegar al punto en que
finalmente encuentren resistencia y alguien les diga “hasta aquí hemos
llegado”. Aunque sea para rebelarse y protestar.
Pero
nunca lo encuentran. Algunos, finalmente, llegan a ese punto cometiendo un
crimen; entonces el bofetón que tenían que haberles dado en su momento los
padres se lo da la sociedad y la justicia. Pero entonces ya se ha llegado
demasiado lejos y ya es demasiado tarde.
No
es por tanto –o no solamente- un problema de educar en valores, expresión por lo demás bastante siniestra si
tenemos en cuenta el contenido miserable de los “valores” dominantes hoy en
día. Pero aunque fueran otros más sanos, el núcleo de la cuestión no es tanto
el contenido de los valores como el problema de la formación interior. Sólo una
personalidad bien formada puede albergar valores fuertes y válidos. De otra
manera cualesquiera valores, por positivos que sean, se derramarán a las
primeras de cambio fuera de una personalidad porosa y sin forma que es incapaz
de contenerlos.
Los
niños y chavales víctimas de la pedagogía que hoy domina están condenados a no
saber nunca quiénes son, porque no han podido nunca medirse consigo mismos; les
han puesto delante un muro de goma que ha cedido a sus caprichos, y están
condenados a vagar melancólicamente, tristemente, en la búsqueda de una
transgresión que jamás podrá satisfacerles.
Hay
quien de frente a esta frustración hace uso de una u otra de las drogas que
ofrece nuestra sociedad, químicas, electrónicas, consumistas, para hacer
soportable la vida.
Y hay también quienes terminan por transgredir en la
criminalidad esperando, finalmente, encontrar un límite preciso y no un muro de
goma.
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