sábado, 18 de julio de 2020

LOS ANCIANOS, LA RACIONALIDAD ECONÓMICA Y EL HEDOR DE LA MUERTE


Este artículo fue publicado en abril en El Correo de España y creo que no ha perdido actualidad.





Somos lo que consumimos

Imbécil anónimo

Ojalá encuentres un proactivo en tu camino

Maldición de Max Romano contra los impertinentes



Eficiencia. Proactividad. Rentabilidad. Racionalidad económica. Optimización y rendimiento.

Memoria. Tradición y porvenir. Pertenencia a algo más grande que uno mismo. Polis y Pietas. Responsabilidad, deber frente al pasado y al futuro.

Dos mundos opuestos, inconciliables, que se revelan a sí mismos en su actitud frente a las dos puntas de la vida: los niños y los ancianos. En esta reflexión nos ocuparemos de los primeros, pero ambos extremos están unidos por un hilo invisible íntimamente unido al sentimiento del tiempo. Un hilo que debe ser siempre tejido de nuevo y cuidado. ¿Por quién? por aquellos que están entre los dos extremos, en el medio de la vida, y demasiado a menudo dejan que ese hilo se rompa; replegados en un pequeño bienestar y necios cálculos que optimizan la felicidad, al mismo tiempo demasiado satisfechos y desdichados como para tender generosamente las dos manos, una al anciano y otra al infante.

Un símbolo de este estado de cosas es el arrinconamiento masivo de los ancianos en residencias, apartados como trastos viejos desde mucho antes del coronavirus. La actual emergencia ilumina la cuestión con luz descarnada, nos da una siniestra confirmación de la posición que esta sociedad asigna realmente a los mayores. Mal disimulada eutanasia en la asistencia sanitaria, sobre todo en los países no latinos y más avanzados. Mortandad en las residencias de ancianos, algunas de ellas convertidas en auténticos centros de muerte donde han perecido miles de ellos, sin que sea posible saberlo exactamente, en el contexto actual de maquillaje de cifras y recuentos manipulados.

Que no se me entienda mal: estoy seguro de que la mayoría de las personas encargadas de la asistencia, en las residencias y en los hospitales, hacen lo que humanamente pueden. De lo que estoy hablando es de la lógica perversa de las cosas, de una tendencia social de gran alcance.

Efectivamente hoy en día el anciano es un trasto inútil, de manera innegable; se le tolera a duras penas, se le desprecia sutilmente (o no tan sutilmente) a menos que logre “vender” una imagen presentable, es decir fingir patética e inútilmente que es todavía joven, o al menos hacerse perdonar su vejez consumiendo lo suficiente. Sólo así puede ganarse un poco de respeto en un mundo que celebra el axioma pueril somos lo que consumimos.

Entonces, una masacre de ancianos de vez en cuando no tiene nada de malo, más bien al contrario. El abuelo no contribuye como productor de riqueza y su valor económico sólo es pasivo en cuanto consumidor; por tanto, sólo en la medida en que consume bienes o asistencia, y en este último caso es más bien una carga, pues contribuye sólo indirectamente a la economía. Es verdad que ha producido riqueza en el pasado, pero esto sólo aumenta la conveniencia económica de su muerte: esa riqueza ya ha entrado pero el gasto que genera se corta, el viejo ya ha “dado” pero deja de recibir, el negocio es redondo y el balance es positivo. Se suelta un poco de ese lastre que para la economía suponen los ancianos de poco poder adquisitivo. Sin olvidar las herencias así desbloqueadas para que los hijos las disfruten, probablemente gastándolas en estúpido hedonismo barato, en recargar las pilas a miles de kilómetros de distancia, etcétera.

El anciano además de una carga es fuente de ineficiencia, ni es proactivo ni productivo ni resiliente, por mencionar otro de los detestables anglicismos de moda de la misma calaña que proactivo. Y saliendo del tema puramente económico, no olvidemos que además es molesto de ver, da una mala imagen y estropea ese decorado que nos han vendido y tomamos por realidad. No aceptamos al anciano como es porque nos obstaculiza la felicidad, nos chafa el bienestar integral y nos recuerda que existen la debilidad, la enfermedad y la muerte. Algo que esta sociedad infantilizada de eternos adolescentes no quiere ver bajo ningún concepto. Por eso los recluye en residencias y le da igual que se mueran.

No sé hasta qué punto los lectores comparten los razonamientos anteriores, pero desde luego el cuidado de los ancianos es totalmente injustificable desde un punto de vista puramente económico, antiestético desde el punto de vista de la imagen y el derecho a la felicidad; el argumento contra los viejos es irrefutable si de verdad se piensa que “la economía es nuestro destino” como alguien dijo y como nos repite continuamente la sociedad actual, de mil maneras y con mil voces distintas.

En las sociedades del pasado las cosas no eran así, existía mucho más respeto y consideración para con los ancianos; esto ha sido así hasta ayer mismo, y precisamente hasta que la gente pasó de ser ociosa a consumir ocio y de descansar a recargar las pilas. Los que llegaban a viejos naturalmente; que no eran tan pocos como solemos pensar, pero ciertamente bastantes menos que ahora y generalmente, excepto los privilegiados, no es que tuvieran una vida fácil. Pero existía esa unión y ese respeto entre las generaciones hoy perdida en gran parte.

Había sin duda situaciones donde los recursos faltaban, circunstancias en las que una dura necesidad obligaba a elegir quién vivía y quién no; era inevitable y justo que el bien de la comunidad impusiera una selección, que naturalmente debía salvar a los jóvenes y vigorosos porque de ellos dependía el futuro. Pero si en una sociedad primitiva y pobre el sacrificio de los ancianos era a veces inevitable y necesario, en la sociedad actual rebosante de industria y medios técnicos, de cosas inútiles y sobreproducción, dejar morir a los ancianos por falta de medios es simplemente indecente.

Y esta falta de consideración hacia los mayores, en sí misma es un síntoma de muerte; porque refleja la actitud de negarse a incluir en la ecuación de la vida la caducidad de la existencia, la obstinación en no tomar nota de la realidad de la muerte. El menosprecio hacia quien está más cerca de la muerte que nosotros, la voluntad de apartarlo de nuestro campo de visión, son el correlato preciso de esa actitud y esa obstinación. Y ello va también en paralelo, de manera solidaria, a la crisis demográfica y cultural, a la extinción de nuestra civilización que incumbe como una nube siniestra: el debilitamiento de la paternidad y la maternidad, la no-voluntad de tener hijos y fundar una familia, de sacrificarse por algo y preservar una tradición y una identidad.

La falta de consideración hacia el pasado y hacia el futuro son dos cosas que van de la mano. El nexo es doble, la cadena va en ambas direcciones: la negación del deber para con los mayores y el pasado se corresponde rigurosamente con la negación del deber para con los hijos y el futuro. El adulto sostiene con una mano al anciano al que ya abandonan las fuerzas, con la otra al niño que aún no tiene fuerzas para valerse por sí mismo. Esta es la cadena de continuidad de las generaciones y la civilización, el orden natural de las cosas. Retirar una mano significa retirar las dos para limitar el horizonte a un estúpido presente sin perspectiva, ni conexión con el pasado y el futuro.

Todos los cálculos de felicidad y las engañosas recetas de los expertos, todas las drogas químicas o electrónicas, el entretenimiento y la falsa felicidad que compramos cara o barata según el poder adquisitivo, no son más que medios pobres, apaños miserables para ocultar un hedor de muerte; de la misma manera que los desaseados por necesidad o por principios ocultan sus olores con el abuso de perfumes.

Pero el verdadero hedor de muerte no es el de los ancianos, sino el de la sociedad que los deja morir y que coloca en el centro de los valores la economía.

MAX ROMANO

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