domingo, 7 de noviembre de 2010

EL NUEVO HOMBRE: LLORICAS POR LA IGUALDAD

Todavía está fresca la pequeña polémica por las palabras de Pérez-Reverte que llamó "un perfecto mierda" a Moratinos por su manera indigna de dejar el cargo entre lloriqueos, consecuente por otra parte con su indigna actuación como ministro.

Ya he hablado en la anterior entrada este tema y especialmente las reacciones que ha producido: se han calificado los comentarios del escritor de machistas, retrógrados, reaccionarios...que son las palabras clave que la propaganda antimasculina utiliza para criminalizar e intentar cerrar la boca a quien defienda ideales mínimamente viriles de vida y carácter. Ideales que no tienen nada que ver con la obsesión por el sexo, la promiscuidad y el correr detrás de la mujer continuamente. Al contrario: el hombre que hace del sexo el centro de su vida representa una masculinidad de nivel muy bajo y está destinado a ser un juguete en manos de la mujer, a sintonizar su vida e intereses en una longitud de onda femenina. Lo cual naturalmente corresponde al hombre políticamente correcto y aceptable en la sociedad matriarcal en que vivimos.

¿Y porqué los hombres no deben  llorar, como nos han enseñado hasta ayer mismo, antes de que la decadencia y la degeneración del carácter se convirtiesen en ideología dominante?

Es mejor volver la pregunta como una tortilla ¿Por qué quieren que los hombres sean lloricas? Es una metodología que tengo intención de aplicar en varios artículos -de los cuales el primero es éste- dedicados a la propaganda feminista específicamente dirigida a los varones: la lucha contra los valores masculinos se refleja exactamente en el ideal penoso y amorfo de hombre moderno que intentan crear. Para comprender cómo es este hombre del siglo XXI nada mejor que acudir a los artículos de indoctrinamiento que aparecen con regularidad en los diarios:


Aquí un inquietante sociólogo especializado en cuestiones de género se vanagloria de enseñar a adolescentes, en enfermizos talleres escolares, a ser lloricas. Si esta es la mierda de educación que reciben nuestros hijos no debemos sorprendernos que salgan gilipollas, amorfos e incapaces del mínimo autocontrol. Porque éste es el punto clave, el motivo que hay detrás de la exaltación del hombre llorica. No tanto que un hombre pueda soltar una lágrima alguna vez -creo que casi todos lo hemos hecho- en situaciones de intensa emoción. Lo que condena la educación tradicional y correcta en un hombre por supuesto no es que tenga emociones, sino la falta de control y de compostura en su expresión.

Naturalmente el siniestro sociólogo, con venenosa mala fe y una evidente voluntad de falsificación, tergiversa la cuestión: dice que pretende " conseguir que los chavales se liberen del miedo a sentir, porque así serán más libres, porque las emociones no debilitan a los hombres sino que les fortalecen".  Aquí cabe responder que nadie ha enseñado jamás a los hombres a ser máquinas y no tener emociones, sino el ideal del autocontrol y del dominio de sí mismos, la estabilidad interior y la fortaleza de ánimo. De eso se trata, y en estos repugnantes talleres escolares se enseña a los chavales el exacto contrario de todo ello, con una precisa voluntad de destruir en ellos el germen de cualquier firmeza de carácter, de inocular la ponzoña de la disolución interior.

No se trata de reprimir las emociones sino de no estar a merced de ellas, de saber mantener una compostura dentro y fuera de sí mismos, una forma interior, contra el ideal del desparrame y del hombre amorfo como una babosa. Es más, voy más allá y sostengo que la dignidad y el decoro en la expresión de los propios sentimientos indica una mayor profundidad y sinceridad. Se trata de una cuestión de pudor: si un sentimiento es realmente profundo e importante, pertenece exclusivamente a mí y a las personas con las cuales lo comparto, no al primero que pase por la calle. En cambio el continuo marujeo de "sentimiento" y "emoción" exhibido a los cuatro vientos (e impuesto a los demás) tiene un tufillo de superficialidad e inautenticidad: uno nunca sabe hasta qué punto es real y en qué medida es para la galería. El límite extremo de este sendero de falsedad lo constituyen los llantos y emociones exhibidas en televisión.

En general siempre se ha sabido que propia del hombre es la estabilidad y propia de la mujer el cambio, la volubilidad, especialmente en el campo de los humores y los sentimientos. Esto forma parte de los invariantes de la naturaleza humana y no es ninguna construcción cultural. La educación y la cultura puede explicitar y reforzar estas diferentes vocaciones, exaltando la diferencia, o viceversa desviar a hombres y mujeres de ellas, confundiendo y degenerando unos y otras. Es por ello que el control de la propias emociones, que podemos considerar un ideal positivo para ambos sexos, es esencial en la formación de un carácter viril. Y es por ello que la sociedad matriarcal debe destruirlo. Con la colaboración de hombres enemigos de la masculinidad, porque incapaces de asumirla, porque acomplejados o vayamos a saber por qué otras oscuras razones. Muestra de ello sean en el artículo mencionado arriba las lamentables palabras de los representantes de la asociación Hombres por la Igualdad.

Una palabra más. El llanto del hombre no es el equivalente igualitario del llanto femenino, como tendenciosamente se nos presenta. Como he apuntado ello sería en todo caso un homologar el hombre a al mujer y por tanto una degeneración de éste. El lloriqueo masculino y el femenino no son lo mismo. El llanto de la mujer en sus relaciones con el hombre es prácticamente siempre una herramienta de manipulación para pilotar las emociones y el comportamiento del hombre. El llanto masculino sin embargo es sólo expresión de falta de hombría y de babosa flojedad, cuando no es esporádico sino habitual y elevado a principio. Desde  luego un hombre que llora no va a manipular a nadie: evidentemente la mujer se reirá en la cara del llorica si intenta algo parecido. 

La falta de carácter del hombre llorica lo vuelve débil, amorfo y manipulable, y es la falta de carácter y la vulnerabilidad extremada del varón lo que persiguen los apólogos del hombre llorica, con la colaboración de los gilipollas domesticados cuya aspiración secreta o explícita es renunciar a su papel como hombres y vivir bajo el dominio de la mujer.

8 comentarios:

León Riente dijo...

Buen análisis, Oso Solitario.

Además de lo que comentas, veo, una vez más, una complementariedad perfecta entre los valores feministas y los valores consumistas.

Lo adelantas en cierto modo cuando dices "No se trata de reprimir las emociones sino de no estar a merced de ellas". Un hombre llorón, emocional, será, al igual que tantas mujeres, fácilmente manipulable por la publicidad, antesala del consumo masivo y, a su vez, de más profundo vacío existencial.

De modo que, para el régimen, el llorica es todo ventajas.

Max Romano dijo...

En efecto, más allá de las relaciones entre hombre y mujer, el régimen en que vivimos desea individuos que no presenten resistencias internas al consumismo y en general a la reducción del hombre a un animal económico.

Resistencias como las tradiciones y toda perspectiva que supere el horizonte del interés personal y tenga el potencial de inducir a las personas a luchar por ideales más altos.

Anónimo dijo...

Hay que buscar el equilibrio perfecto entre la sensibilidad y el no dejarse manipular por lo "políticamente correcto".

Anónimo dijo...

Resulta cada vez más bochornoso observar esas exhibiciones lloronas entre niños y adolescentes españoles. Lloriquean por cualquier nimiedad, y lo utilizan como moneda de cambio en un chantaje continuo hacia sus estúpidos progenitores.

Aún recuerdo frases en mi adolescencia -casi tres décadas atras- como: "ser llorica no es de hombres". Resistíamos el dolor y las contrariedades con mucha mayor entereza. El llorón era despreciado por sus compañeros.

He observado, entre los muchachos africanos y latinoamericanos "más dureza", a la hora de contener cualquier emoción lacrimógena y, no pocas veces, echar en cara a los nuestros su blandenguería y lloriqueo. ¡Y lo triste es que tienen razón!

Max Romano dijo...

Efectivamente hace treinta años los adolescentes españoles no habían sido aún corrompidos y desvirilizados por siniestros "educadores", psicólogos y maestrinas cuya idea fija es enseñar a los chavales a NO ser hombres.

Los chavales latinoamericanos y africanos en efecto no han sido corrompidos hasta ese punto, lo que les hace ser ciertamente más sanos en ciertos aspectos. Todo ello plantea muchos interrogantes y problemas para nuestro futuro.

Anónimo dijo...

El problema no es que llore, ¿qué tiene de malo llorar? El problema es que hay formas de llorar, jejeje... El problema es llorar como una nenaza.

Anónimo dijo...

Un hombre puede llorar de impotencia, un hombre no debe ser una nenaza por ello ni por ello tiene por qué equipararse a la mujer.

Llamarme llorica si queréis, pero un hombre puede llorar de rabia, por pura fuerza, en definitiva, porque su espíritu rebosa de alegría o se conmueve ante una verdadera obra de arte. Se me viene a la cabeza el llanto del gran guerrero Aquiles, en la Ilíada, porque le habían arrebatado su botín, la joven sacerdotisa Briseida. Lloraba por la humillación que le supuso que Agamenón le arrebatara el botín.

Por lo demás, entiendo perfectamente lo que dice Oso. Es evidente que quieren equiparar a los hombres, incluso en las emociones, con las mujeres. El hombre debe defender su naturaleza viril. A un hombre le es lícito sólo llorar en la intimidad, en solitario, o de rabia, por puro arrebato de fuerza, por cólera, por impotencia… pero no para manipular, y menos como una nenaza.

En fin, la condena creo que se hace contra el llorica, contra el que llora como una nenaza, no a quien es lícito mostrar sus emociones entre lágrimas de forma viril.

Hasta pronto.

Max Romano dijo...

En efecto, Daorino, creo qu ehas entendido bien lo que he querido decir y ha sido completado por los comentaristas.

Masculino es el ideal de quien quiere dominarse a sí mismo y sus emociones.

Femenino es el ideal que considera positivo estar a la merced del primer impulso que surja en nuestro ánimo y dejarnos dominar por él.