Artículo publicado en El Correo de Madrid
Todos podemos ver cómo se
extiende el uso de dispositivos móviles y se pasa cada vez más tiempo pendiente
de ellos, en todas partes y en cada momento; cómo se extiende la plaga de los
tecnozombies abstraídos en su falso mundo virtual, cada vez más incapaces de
una verdadera interacción humana, solipsistas patéticamente convencidos de que
escribir y leer en una pantalla sea tener una vida social.
No sólo adolescentes sino
también niños a edades cada vez más tempranas están enganchados. Esto es lógico
porque dispositivos y aplicaciones están diseñados precisamente para enganchar (como las patatas fritas); desde luego, tienen
en común con las drogas químicas la adicción y el síndrome de abstinencia.
Con lamentable criterio, padres
y escuelas se afanan en iniciar a sus vástagos a la droga digital lo antes
posible: móviles, tabletas, conectividad a todas horas. En realidad bastaría
una pizca, sólo una pizca, de filosofía o de verdadera cultura, para comprender
que así perjudican el desarrollo de funciones clave: concentración y atención,
introspección, esa serenidad que es premisa del verdadero razonamiento y
aprendizaje.
Sin embargo, hasta los
entusiastas digitales empiezan a tomar nota de los daños provocados por el
abuso de la tecnología y las pantallas: ansia, incapacidad de centrarse,
trastornos psicológicos, degradación de la memoria y las habilidades
cognitivas.
Tanto es así que precisamente en
el corazón del mundo digital, en California, sede de la mayor concentración mundial
de empresas tecnológicas, está cogiendo fuerza la tendencia de educar a los
niños de manera más tradicional. Los super-gurús del mundo digital y la
conectividad total llevan a sus hijos a escuelas super-elitistas donde se
escribe en la pizarra, se leen libros y se limita el uso de la tecnología. No ven
con buenos ojos móviles y tabletas en manos de sus hijitos de corta edad; evidentemente
no por odio a la informática ni por una voluntad de neo-ludismo, sino porque simplemente
quieren que sus hijos sean protagonistas de la tecnología, no esclavos de ella.
Es que los gurús y ejecutivos digitales
tienen un corazón de oro. Quieren lo mejor para sus hijos y hay que
reconocerles su parte de razón: no desean que se conviertan en histéricos,
neuróticos y gilipollas por haber usado desde la cuna la tecnomierda digital
trituradora de mentes.
Pero cuando se trata de los
hijos de los demás, ese corazón de oro parece sufrir una transmutación
alquímica al revés y convertirse en un corazón de plomo. De otra manera no se
entiende que hagan todo lo posible por difundir el uso de esos dispositivos
entre niños y adolescentes. Tampoco se entiende por qué a ninguno se le ocurre
poner alguna advertencia sobre los perjuicios que el uso de sus juguetes puede
provocar. Ni siquiera hace falta que sea publicidad terrorista como las fotos
que llevan los paquetes de tabaco, bastaría con algo más discreto.
Quizá incluso alguno lo haya
pensado, pero se le habrá pasado la idea viendo el segmento de mercado que
representan los niños de corta edad. Business
is business.
MAX ROMANO
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