Artículo publicado en El Correo de Madrid
Un domingo en la sección de gastronomía de unos grandes
almacenes en Madrid. Mientras los comunes mortales esperan en la cola para
pagar, llega pavoneándose cierto sujeto, joven pero no demasiado. Pasa por
delante de todos y con una sonrisa triunfal, sin mirar a nadie pero
ostentosamente seguro de que todos lo miran a él, acerca la muñeca a un
terminal y se marcha. Acaba de pagar la cuenta: es el afortunado poseedor de un
chip implantado bajo la piel.
Cómodo. Fácil. Horroroso.
Siendo maliciosos, en realidad no sabemos si es un verdadero
cliente o se trata de una exhibición para mostrar las bondades de este nuevo
sistema de pago. Es una reserva más que justificada en la sociedad del montaje
de imágenes, del marketing y los
decorados mentales, donde ya casi nada es genuino o inocente.
Pero sea o no, el del chip,
un comprador auténtico, el mensaje está lanzado y el resultado es el mismo: el
consumidor medio contempla fascinado a este flautista de Hamelin del siglo XXI,
que invita a los niños grandes de la era informática al nuevo mundo, la tierra
prometida, el País de los Juguetes como en el cuento de Pinocho. Estamos
seguros de que la mayor parte de los niños seguirá al flautista. Auténtica o
no, su sonrisa de suficiencia anuncia la nueva era.
Es la sonrisa idiota del
esclavo contento de serlo, en el mundo de la comodidad total y del control
total.
No se trata de que el dinero sea de papel o no. Si la tarjeta
electrónica fuera dinero totalmente anónimo (como sin duda es posible
técnicamente) sería simplemente una cuestión de soporte físico. Pero no es éste
el proyecto: lo que se está tratando es crear un sistema del que no podamos escapar,
para tenernos a todos controlados y vigilados, donde se nos pueda expulsar de
la sociedad manejando a distancia el ratón de un ordenador.
Desprovisto del sentido de la libertad, al entusiasta del
dinero virtual no le importa nada de lo anterior; si llega a plantearse la
cuestión, acaso piensa que puede entregarse confiadamente a los brazos del
sistema porque éste se llame a sí mismo democrático o estado de derecho. Piensa que las
palabras garantizan su libertad.
Pero muy al contrario, lo que garantiza las libertades es algo
muy distinto: por un lado la voluntad de defenderlas, pagando si es necesario
un precio por ello; por otro la incapacidad del poder de controlarnos
completamente. Las libertades son exactamente el punto de equilibrio entre estas
dos fuerzas opuestas; las palabras escritas son solamente la consecuencia.
Hoy estamos dispuestos a tolerar cualquier grado de control
en nombre de la comodidad y el bienestar y, por otro lado, la tecnología está
dando al poder una capacidad como jamás ha tenido en toda la historia humana de
controlarnos a todos. En semejantes condiciones, el punto de equilibrio no
puede ser más que una tiranía completa, una sociedad de cabezas vacías y estúpidos
esclavos felices de serlo que parpadean con una sonrisa idiota.
MAX ROMANO
MAX ROMANO
1 comentario:
Tal cual. El "último hombre" de Nietzsche.
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