Este artículo fue publicado en abril en El Correo de España y creo que no ha perdido actualidad.

Somos lo
que consumimos
Imbécil anónimo
Ojalá
encuentres un proactivo en tu camino
Maldición de Max Romano
contra los impertinentes
Eficiencia. Proactividad.
Rentabilidad. Racionalidad económica. Optimización y rendimiento.
Memoria. Tradición y porvenir.
Pertenencia a algo más grande que uno mismo. Polis y Pietas. Responsabilidad,
deber frente al pasado y al futuro.
Dos mundos opuestos,
inconciliables, que se revelan a sí mismos en su actitud frente a las dos
puntas de la vida: los niños y los ancianos. En esta reflexión nos ocuparemos de
los primeros, pero ambos extremos están unidos por un hilo invisible íntimamente
unido al sentimiento del tiempo. Un hilo que debe ser siempre tejido de nuevo y
cuidado. ¿Por quién? por aquellos que están entre los dos extremos, en el medio
de la vida, y demasiado a menudo dejan que ese hilo se rompa; replegados en un pequeño
bienestar y necios cálculos que optimizan la felicidad, al mismo tiempo demasiado
satisfechos y desdichados como para tender generosamente las dos manos, una al
anciano y otra al infante.
Un símbolo de este estado de
cosas es el arrinconamiento masivo de los ancianos en residencias, apartados
como trastos viejos desde mucho antes del coronavirus. La actual emergencia ilumina
la cuestión con luz descarnada, nos da una siniestra confirmación de la
posición que esta sociedad asigna realmente a los mayores. Mal
disimulada eutanasia en la asistencia sanitaria, sobre todo en los países no
latinos y más avanzados. Mortandad en las residencias de ancianos,
algunas de ellas convertidas en auténticos centros de muerte donde han perecido
miles de ellos, sin que sea posible saberlo exactamente, en el contexto actual
de maquillaje de cifras y recuentos manipulados.
Que no se me entienda mal: estoy
seguro de que la mayoría de las personas encargadas de la asistencia, en las
residencias y en los hospitales, hacen lo que humanamente pueden. De lo que
estoy hablando es de la lógica perversa de las cosas, de una tendencia social
de gran alcance.
Efectivamente hoy en día el
anciano es un trasto inútil, de manera innegable; se le tolera a duras penas, se
le desprecia sutilmente (o no tan sutilmente) a menos que logre “vender” una
imagen presentable, es decir fingir patética e inútilmente que es todavía
joven, o al menos hacerse perdonar su vejez consumiendo lo suficiente. Sólo así
puede ganarse un poco de respeto en un mundo que celebra el axioma pueril somos
lo que consumimos.
Entonces, una masacre de
ancianos de vez en cuando no tiene nada de malo, más bien al contrario. El
abuelo no contribuye como productor de riqueza y su valor económico sólo es
pasivo en cuanto consumidor; por tanto, sólo en la medida en que consume bienes
o asistencia, y en este último caso es más bien una carga, pues contribuye sólo
indirectamente a la economía. Es verdad que ha producido riqueza en el pasado,
pero esto sólo aumenta la conveniencia económica de su muerte: esa riqueza ya
ha entrado pero el gasto que genera se corta, el viejo ya ha “dado” pero deja
de recibir, el negocio es redondo y el balance es positivo. Se suelta un poco
de ese lastre que para la economía suponen los ancianos de poco poder
adquisitivo. Sin olvidar las herencias así desbloqueadas para que los hijos las
disfruten, probablemente gastándolas en estúpido hedonismo barato, en recargar
las pilas a miles de kilómetros de distancia, etcétera.
El anciano además de una carga es
fuente de ineficiencia, ni es proactivo ni productivo ni resiliente, por
mencionar otro de los detestables anglicismos de moda de la misma calaña que proactivo.
Y saliendo del tema puramente económico, no olvidemos que además es molesto de
ver, da una mala imagen y estropea ese decorado que nos han vendido y tomamos
por realidad. No aceptamos al anciano como es porque nos obstaculiza la
felicidad, nos chafa el bienestar integral y nos recuerda que existen la
debilidad, la enfermedad y la muerte. Algo que esta sociedad infantilizada de
eternos adolescentes no quiere ver bajo ningún concepto. Por eso los recluye en
residencias y le da igual que se mueran.
No sé hasta qué punto los
lectores comparten los razonamientos anteriores, pero desde luego el cuidado de
los ancianos es totalmente injustificable desde un punto de vista puramente
económico, antiestético desde el punto de vista de la imagen y el derecho a la felicidad;
el argumento contra los viejos es irrefutable si de verdad se piensa que “la
economía es nuestro destino” como alguien dijo y como nos repite continuamente
la sociedad actual, de mil maneras y con mil voces distintas.
En las sociedades del pasado las
cosas no eran así, existía mucho más respeto y consideración para con los
ancianos; esto ha sido así hasta ayer mismo, y precisamente hasta que la gente
pasó de ser ociosa a consumir ocio y de descansar a recargar las
pilas. Los que llegaban a viejos naturalmente; que no eran tan pocos como
solemos pensar, pero ciertamente bastantes menos que ahora y generalmente,
excepto los privilegiados, no es que tuvieran una vida fácil. Pero existía esa
unión y ese respeto entre las generaciones hoy perdida en gran parte.
Había sin duda situaciones donde
los recursos faltaban, circunstancias en las que una dura necesidad obligaba a
elegir quién vivía y quién no; era inevitable y justo que el bien de la
comunidad impusiera una selección, que naturalmente debía salvar a los jóvenes
y vigorosos porque de ellos dependía el futuro. Pero si en una sociedad
primitiva y pobre el sacrificio de los ancianos era a veces inevitable y
necesario, en la sociedad actual rebosante de industria y medios técnicos, de
cosas inútiles y sobreproducción, dejar morir a los ancianos por falta de
medios es simplemente indecente.
Y esta falta de consideración hacia
los mayores, en sí misma es un síntoma de muerte; porque refleja la actitud de
negarse a incluir en la ecuación de la vida la caducidad de la existencia, la
obstinación en no tomar nota de la realidad de la muerte. El menosprecio hacia
quien está más cerca de la muerte que nosotros, la voluntad de apartarlo de
nuestro campo de visión, son el correlato preciso de esa actitud y esa obstinación.
Y ello va también en paralelo, de manera solidaria, a la crisis demográfica y
cultural, a la extinción de nuestra civilización que incumbe como una nube
siniestra: el debilitamiento de la paternidad y la maternidad, la no-voluntad
de tener hijos y fundar una familia, de sacrificarse por algo y preservar una
tradición y una identidad.
La falta de consideración hacia
el pasado y hacia el futuro son dos cosas que van de la mano. El nexo es doble,
la cadena va en ambas direcciones: la negación del deber para con los mayores y
el pasado se corresponde rigurosamente con la negación del deber para con los
hijos y el futuro. El adulto sostiene con una mano al anciano al que ya
abandonan las fuerzas, con la otra al niño que aún no tiene fuerzas para valerse
por sí mismo. Esta es la cadena de continuidad de las generaciones y la
civilización, el orden natural de las cosas. Retirar una mano significa retirar
las dos para limitar el horizonte a un estúpido presente sin perspectiva, ni
conexión con el pasado y el futuro.
Todos los cálculos de felicidad
y las engañosas recetas de los expertos, todas las drogas químicas o
electrónicas, el entretenimiento y la falsa felicidad que compramos cara o
barata según el poder adquisitivo, no son más que medios pobres, apaños miserables
para ocultar un hedor de muerte; de la misma manera que los desaseados por
necesidad o por principios ocultan sus olores con el abuso de perfumes.
Pero el verdadero hedor de
muerte no es el de los ancianos, sino el de la sociedad que los deja morir y
que coloca en el centro de los valores la economía.
MAX ROMANO
MAX ROMANO